La rambla Badal es una calle peatonal larga, ancha, espaciosa. Un vecino que me cruzo por las noches en el ascensor la llama «una avenida venida a menos». Cortada por las vías del subte y del tren que me lleva algunos fines de semana a Tarragona, la rambla está llena de pequeños locales y comercios que abastecen una larga y monótona cadena de edificios construídos en la segunda mitad del siglo XX. Es la periferia, o no, o casi. Lo cierto es que geográficamente nos separa de l'Hospitalet del Llobregat, ciudad dormitorio de Barcelona. Lo cierto es que étnicamente es lo más parecido a una torre babélico-posmoderna. Si uno no consigue lo que busca en el Pakistaní —que no sabe de primeros de mayo o de domingos por la tarde y trabaja
non-stop-moving-baby-all-day-long—, ahí mismo lo mandan a uno al Filipino que está al lado. Hay *tres* kebabs ¿libaneses? en dos cuadras —en uno, al que vamos siempre, una camarera boliviana vende empanadas salteñas y me discute de qué lado de los Andes son originarias—. A veces hay milanesas de carne. A su encargado morochón lo llaman «El Kaiser», —tiembla el Imperio Prusiano—.
La panadería de la otra esquina no podría ser más pintorescamente esperpéntica. La señora que la atiende se empeña en saludarme alternando aleatoriamente siempre un vocativo diferente: majo, precioso, hermoso —acá y en la anterior la «s» parece pronunciada como si fuera doble—, guapo, cariño, niño, mozo. Sus hijas, guapíssimas ellas también, le hablan en catalán y ella, portadora de un aplastante acento andaluz, les contesta en castellano siempre con un tono de voz ligeramente más elevado. Las hijas no me dirigen vocativos. Pero me sonríen. El marido tiene cero onda pero me fía siempre los centavos que me faltan cuando llego sistemáticamente tarde al trabajo y desayuno sus diminutos
croissants antes de «coger el metro». En la estación de la línea azul, hay un kiosco en donde se puede conseguir latitas de Guaraná Antártica y alfajores Havanna de dulce de leche.
Por las noches, cuando no hay ganas de cocinar y nos cansamos de deambular por el centro, terminamos muy frecuentemente en un bar de tapas de barrio, que está abajo de nuestro edificio, y que decidimos bautizar como «El zamorano». El lugar es ya para nosotros toda una Institución. O un Templo, donde nunca nos ponemos de acuerdo ni en política ni en literatura. El encargado nos atiende siempre como si fuéramos unos
dandees. Su cara, sus facciones, su mirada, su sonrisa, el tono de su piel, me recuerdan muchísimo a G., un amigo de La Tablada con quien trabajé por primera vez, hace unos seis años, en un local de Informática que todavía está en Ramos Mejía. Hace mucho que no lo veo. A un lado de la Rambla se ve allá arriba el Tibidabo que aún no conocí —algo vergonzoso teniendo en cuenta que visité dos veces su equivalente modélico
Sacré-Cœur parisino—. Al otro lado se ve la Gran Vía, donde está mi facultad, sólo que a cuarenta minutos caminando, en un barrio que ya no es Sants.
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