Calles y sueños
un mapa sin revés ni marcha atrás,
una gota de orujo acostumbrada
al desdén de la mar.
Tiene la vida un lánguido argumento
que no se acaba nunca de aprender,
sabe a licor y a luna despeinada
que no quita la sed.
La noche ha consumido sus botellas
Dejándose un jirón en la pared.
Han pasado los días como hojas
de libros sin leer.
Agosto se murió con el verano y la gente va volviendo a Barcelona de sus vacaciones. Los turistas no se van. Yo acabo de llegar. Sants es un barrio obrero y silencioso. Pienso en su análogo porteño; no lo encuentro. Se me ocurre que es Once, por la estación de trenes y el mestizaje étnico. Pero no es tan céntrico, sino que está más bien en la frontera donde la ciudad se termina. Pienso en Liniers, entonces, pero en seguida me acuerdo de las distancias insalvables. No me decido por ninguno de los dos. Mi departamento está sobre una rambla. En la rambla hay un supermercado barato, una panadería, un estanco de tabacos, una heladería y —fundamental— un kebab, del que definitivamente seremos clientes asiduos. La boca del subte está cerca y hay seis paradas hasta la facultad. Las calles están inundadas por inmigrantes de todos lados y las obras para el tren de alta velocidad que va a conectar Barcelona con Madrid.
Mi departamento no es grande, ni chico, pero entramos bien cinco personas. Desde el balcón se ve el Tibidabo, la Plaça Espanya, el Montjuïc —«Monte judío», en catalán medieval— y una torre eléctrica que mi compañero de habitación bautizó como la-torre-cancerígena-que-repartirá-nuestros-futuros-tumores. Mi habitación tampoco es grande ni chica, pero cabemos los dos que dormiremos ahí. Cada uno tiene una cama, un escritorio y una biblioteca que llenaremos de libros que querremos devorar en días pero que apenas podremos leer en meses. Somos tres estudiantes de letras y dos de ingeniería. Uno de Madrid, tres de Barcelona y uno de Buenos Aires.
Después de conocer el departamento, E., mi vecina con rulos y con promotor Boylan, me lleva a hacer un recorrido introductorio por el barrio. Más tarde me cocina el almuerzo y me da algunas breves clases aceleradas de gastronomía esencial. Mientras, divagamos sobre Kafka, Salinger, el psicoanálisis, las películas de Fellini y su crisis neurótica de recién licenciada. Cuando comemos, vemos los Simpsons. E. está muy contenta con su nuevo vecino. Por la tarde veo a J., a.k.a la chica difícil de conquistar, y portadora también de rulos voluptuosos. Empapelamos de currículums las empresas de traducción e interpretación y terminamos hundiéndonos por el Raval y el Barrio Gótico. Nos enamoramos en algún café por unas horas. Pero J. también tiene un promotor Boylan y da excusas malas e inverosímiles a mi invitación de seguir la tarde en el cine que da películas en versión original con subtítulos. Yo no insisto y finjo creérmelas como un duque. La despido en el subte y me voy a hacer las últimas averiguaciones antes del anochecer: computadoras, clubes de natación, escuelas para estudiar francés. El martes me mudo. Va a ser un año inolvidable.
Etiquetas: autobiográficas